Hablar de desigualdad no es solo repetir cifras. Es mirar a tu alrededor y notar que, en Chile, el uno por ciento más rico se queda con al menos el treinta por ciento de los ingresos del país. No es una cifra menor, sobre todo si consideramos que gran parte de esa riqueza proviene de apenas unas pocas empresas, especialmente en sectores estratégicos como la minería del cobre.
Mientras el debate público gira en torno a la meritocracia y el esfuerzo individual, la realidad es que el acceso a oportunidades sigue estando limitado para la mayoría. Si diez empresas pueden generar tal concentración de riqueza, la pregunta que sigue es: ¿qué pasa con el resto? ¿Quiénes se quedan con las migajas?
Esta concentración no solo es una cuestión de números; tiene consecuencias directas en la calidad de vida, la movilidad social y hasta en la estabilidad económica del país. Es un tema que también se cruza con fenómenos como la usura en la banca, donde las prácticas financieras tienden a perpetuar las desigualdades en vez de corregirlas.
No se trata de buscar culpables, sino de repensar cómo queremos repartir el crecimiento y qué medidas se pueden tomar para que el desarrollo económico realmente beneficie a todos. El desafío está sobre la mesa: construir un país donde el éxito de unos pocos no dependa del sacrificio de la mayoría.